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Jueves de Discoteca



Carlos sentado en una esquina de la barra. Lorena movía los labios, parecía como tarareando la canción que sonaba al fondo: por si un día me muero y tú lees este papel que sepas lo mucho que te quiero aunque no te vuelva a ver.


A Carlos le encantaban los jueves de salsa: cada semana pedía una cerveza, sometido en su rincón, y se deleitaba viendo como cientos de ojos lascivos caían sobre Lorena: las manos ignoradas se estiran a su paso invitándola a la pista; los tragos de cortesía se calentaban sobre la mesa.


Hasta que ella elegía algún afortunado y empezaba la magia: su vestido rojo ondulaba y los tacones rompían el piso. Ella, entrelazada a los brazos de su compañero, iniciaba con el ritual semanal.


Su cabello se unía al compás de sus caderas, los hombros al son de los timbales, tenía su propio ritmo. Cada giro inesperado, cada levantamiento de pierna, permitía que Carlos recordara aquellas noches donde fue suya.


El olor a chicle dulce de la máquina de humo se mezclaba con el de nicotina, las luces de la pista eran laser que penetraban la piel de Lorena. Los demás bailarines desaparecían ante los ojos de Carlos. Lorena bailaba para él. Con cada movimiento de su cuerpo, Carlos se trasladaba a la pista, para soñar juntos.


Lorena seguía los pasos de ese donnadie, sin dejar de espiar a Carlos por encima del hombro. Él sabía que a veces ella sentía lastima, pero reconocía el gran hombre que era, se lo tenía ganado: sus batallas, derrotas, y sobre todo sus triunfos lo hacían especial.


Y entonces, pasaba lo de siempre: él, desde su asiento, se dejaba llevar por el sonido de las congas y estiraba las manos ofreciéndoselas. Ella movía sexy los hombros, como invitándolo a sumarse a esa coreografía. Los dos aplaudían tratando de llevar el ritmo. Su mente vivió el olvido, intentaba darle vida a su cuerpo, pero estaba encarcelado en su silla.


Carlos no dejaba de admirar a su esposa, a la que prometió hacerla feliz sin importar las circunstancias, sabía cuánto amaba bailar, y él desde su silla de ruedas, la alentaba cada jueves para verla feliz.

foto de internet


Mis  Garabatos
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Tres hombres, tres seres únicos e irrepetibles. Cada uno con una personalidad arrolladora.

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Cuando teníamos solo a Pablo, creíamos que no podríamos amar igual, pero con la llegada de otros dos, entendimos que el amor sigue intacto por él.

Que Emilio y Joaquín; también tienen un lugar privilegiado en nuestros corazones, y que el amor es tan grande que se puede mil veces multiplicar, sumar, pero nunca dividir.

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